Muerte en el paraíso del diablo

Miles de indígenas fueron esclavizados y asesinados durante la fiebre del caucho © W Hardenburg

En marzo de 2013 se cumplieron cien años desde que un tribunal londinense pusiera fin a uno de los menos conocidos, y más vergonzosos, episodios de la historia colonial británica. El Tribunal Supremo acabó con la Peruvian Amazon Rubber Company, aunque la única pista sobre sus oscuros secretos fue un breve comentario del juez: “Es imposible exonerar a los socios del conocimiento sobre cómo se había estado recolectando el caucho para la empresa”.

Lo que hoy se conoce como la fiebre del caucho tuvo sus inicios a mediados del siglo XIX, con el descubrimiento de Charles Goodyear de que la cocción y el tratamiento del látex cosechado de los árboles de caucho lo transformaba en un producto con una enorme gama de usos posibles. Con la fabricación masiva del coche a motor iniciada por Henry Ford unas décadas más tarde y la invención de los neumáticos por John Dunlop en 1888, de repente la necesidad de caucho se convirtió en algo muy urgente.

Miles de indígenas fueron esclavizados y asesinados durante la fiebre del caucho. © W Hardenburg

El árbol del caucho crecía profusamente en la Amazonia, especialmente en sus límites occidentales, y muy pronto surgió una verdadera “fiebre del caucho”. Emprendedores y buscadores de fortuna se precipitaron sobre la tórrida selva decididos a sacar dinero de ella. Desconocedores del inminente desastre, decenas de miles de indígenas para quienes la Amazonia occidental era su hogar estaban disfrutando de sus últimos años de paz.

Uno de los muchos oportunistas y buscadores de tesoros decidido a hacer fortuna en este desafiante nuevo mundo fue el comerciante peruano Julio César Arana. Arana adquirió enormes propiedades en una región llamada como su principal río, el Putumayo, y, como muchos otros hacían al mismo tiempo, se dio cuenta de que solo esclavizando a gran número de indígenas locales para recolectar el caucho podría hacer realidad sus visiones de gran riqueza (por supuesto, la esclavitud había sido abolida décadas antes en Estados Unidos y muchos otros países, pero continuaba descaradamente en la Amazonia).

Arana y su hermano Lizardo actuaron con rapidez y trajeron desde Barbados a Perú numerosos capataces bien acostumbrados a agitar el látigo sobre los trabajadores en las plantaciones de caña de azúcar británicas. Los boras, los witotos, los andokes y otros pueblos indígenas que vivían en la cuenca del Putumayo fueron rápidamente esclavizados, y aquellos que lograron escapar al lamentable trato pronto cayeron víctimas de olas de epidemias introducidas en los remotos ríos por los comerciantes y los buscadores de caucho.

Walter Hardenburg. © Survival

En pocos años, miles de indígenas fueron asesinados o murieron a causa de los malos tratos o las enfermedades. El mundo exterior se mantuvo ignorante de los horrores que el imperio de los hermanos Arana estaba perpetrando hasta 1909, cuando un joven ingeniero estadounidense, Walter Hardenburg, que había viajado por la región el año anterior y había sido hecho prisionero por los hermanos Arana, escribió varios artículos para la revista Truth (“Verdad”).

El relato que Hardenburg hizo de los abusos que había presenciado es una lectura terrorífica incluso en la actualidad. “Los agentes de la Compañía fuerzan a los pacíficos indígenas del Putumayo a trabajar día y noche… sin la más mínima remuneración exceptuando los alimentos necesarios para mantenerlos con vida. Les roban sus cultivos, sus mujeres y sus hijos… Los azotan de forma inhumana hasta que se les ven los huesos… Dejan que se mueran, comidos por los gusanos, cuando sirven como comida para los perros… Cogen a sus hijos por los pies y estampan sus cabezas contra árboles y paredes hasta que sus cerebros salen volando… Disparan a hombres, mujeres y niños para divertirse… los queman con queroseno para que los empleados disfruten de su desesperada agonía”.

Todo esto avergonzó enormemente a la clase dirigente británica, ya que, dos años antes, los hermanos Arana habían ido a Londres para obtener capital para su floreciente imperio. Las historias sobre las inmensas fortunas que se podían hacer en este remoto rincón del mundo, del que la mayoría de los londinenses no sabía nada, habían encontrado una audiencia ávida. Después de salir a bolsa en Londres y reclutar una junta directiva británica, los hermanos Arana regresaron al Putumayo con un millón de libras frescas en sus bolsillos.

Indígenas witoto en el Putumayo, Colombia © Anon

La indignación a causa del testimonio de Hardenburg provocó un ansioso debate en el Parlamento, y una inquietud creciente que finalmente el Gobierno acabó por no poder seguir ignorando.

En 1910 se envió una comisión de investigación al Putumayo. Uno de sus miembros era el cónsul británico en Río, el irlandés Roger Casement. El subsiguiente informe de Casement, elaborado tras viajar ampliamente por el Putumayo, sostuvo el relato de Hardenburg, con gran cantidad de nuevos y sobrecogedores detalles. El propio Hardenburg publicó después un relato de sus viajes, titulado “Putumayo: el paraíso del diablo”.

El primer ministro, Herbert Asquith, estableció una selecta comisión parlamentaria para decidir qué debía hacerse. El informe de la comisión acusó a los directores de la Compañía: directores “que se limitan a asistir a las reuniones de la junta y a firmar cheques… no pueden eludir su parte de responsabilidad moral colectiva cuando se revelan gravísimos abusos de su compañía”. Julio César Arana “tenía conocimiento y era responsable de las atrocidades perpetradas por sus agentes y empleados en el Putumayo”.

Omarino y Ricudo, dos esclavos witoto que fueron llevados a Reino Unido en 1911.  © Cambridge University MAA

La sentencia de muerte había llegado no solo para la Compañía, sino también para la misma fiebre del caucho. Las semillas del árbol del caucho llevadas desde la Amazonia hasta Londres, y posteriormente a Sri Lanka y Malasia finalmente pudieron propagarse con éxito. En muy pocos años se estaban estableciendo grandes plantaciones en Asia, y el imperio amazónico levantado por Arana y decenas como él quedó reducido a cenizas.

Para los pueblos indígenas que fueron las principales víctimas de la fiebre, las consecuencias han sido de largo alcance. Muchas tribus fueron completamente exterminadas. Otras, como los witotos y los andokes, sobreviven en la actualidad, pero las atrocidades que soportaron solo unas generaciones atrás permanecen vívidas en su memoria.

Fany Kuiru, una mujer witoto, dijo recientemente a una investigadora de Survival: “Mientras la humanidad siga sin reconocer sus culpas y errores, y siga sin respetar las diferencias entre las personas, y mientras la avaricia siga siendo la regla para dominar a otros pueblos, estamos condenados a repetir la historia”.

Y la historia se está repitiendo, de hecho, ya que el hambre insaciable de recursos naturales del mundo industrializado no da signos de disminuir. A muy poca distancia del lugar donde Arana estableció su cuartel general en el Putumayo, los indígenas matsés de Perú han prometido resistir los intentos de una empresa canadiense de entrar en su territorio. Esta vez, el petróleo es la tentación. Y también cerca, otras tribus, como los nantis, los nahuas o los matsigenkas, ven oleoductos y pozos de exploración proliferar como setas, puesto que se encuentran en medio del mayor proyecto gasístico de la Amazonia, en el río Camisea.

Los fantasmas de Hardenburg y Casement pensarían que es una terrible ironía que un siglo después del holocausto del que fueron testigos los indígenas amazónicos sigan siendo víctimas de nuestra avaricia rapaz, una avaricia que todo lo consume en su camino, sin importarle el coste humano. ¿No se merecen algo de paz?

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