Los suicidios guaraníes: el impacto en la psique del divorcio entre la humanidad y la naturaleza

Indígenas guaraníes. © João Ripper/Survival

“Muchos niños están sufriendo”, dijo Dilma Modesto, una agente de salud guaraní de Brasil. “Quiero que los niños estén como estaban antes, cuando todo estaba bien”.

“Antes” es cuando los guaraníes cazaban libremente en sus tierras y plantaban mandioca (o yuca) y maíz en sus huertos. Antes de que sus bosques les fueran arrebatados para convertirlos en vastas y secas extensiones de ranchos de ganado, campos de soja y plantaciones de caña de azúcar. “Antes” era cuando su autoestima estaba aún intacta y tenían control sobre sus vidas; antes de verse obligados a acampar bajo lonas harapientas junto a carreteras polvorientas y a beber agua contaminada de barriles de plástico.

“Antes” y “bien” era, de hecho, mucho antes de que los niños guaraníes empezaran a suicidarse. En los últimos 30 años, más de 625 indígenas guaraníes se han quitado la vida. Esto hace que su tasa de suicidio sea 19 veces mayor que la tasa nacional de Brasil. El 85% de los suicidas son jóvenes menores de 30 años. Aún peor: el más joven tenía tan solo 9 años.

La pérdida y la destrucción de sus tierras está en el origen de su tremendo sufrimiento mental. Para los guaraníes, como para la mayoría de los pueblos indígenas tribales, su tierra lo es todo. Les da alimento y refugio, moldea sus lenguas, sus cosmovisiones y su identidad. También es el lugar donde están enterrados sus antepasados y la herencia de sus hijos. Simplificando: la tierra es lo que son. La línea divisoria entre el mundo exterior de la naturaleza y el mundo interior del yo es muy fina.

Antaño, el hogar de los guaraníes ocupaba una superficie total de unos 350.000 kilómetros cuadrados de bosques y llanuras. Ahora, viven hacinados en pequeñas parcelas de tierra. “Los guaraníes nos estamos suicidando porque no tenemos tierra”, explicó una mujer guaraní. “En los viejos tiempos éramos libres. Ahora ya no lo somos. Así que los jóvenes miran a su alrededor y piensan que no les queda nada. Se paran a pensar, se sienten perdidos y después se suicidan”.

En los últimos años se ha escrito mucho acerca de los destructivos efectos sobre la psique humana del divorcio entre la humanidad y la naturaleza. El ya fallecido Paul Shephard, filósofo naturalista y autor de “Naturaleza y locura”, creía que la destrucción medioambiental ha tenido un profundo impacto en nuestra estabilidad mental en tanto que especie. En su libro, “El último niño en el bosque”, el periodista Richard Louv llegó a atribuir el término “desorden de déficit de naturaleza” a los niños que sufren una niñez privada de naturaleza.

“Familia © João Ripper/Survival

Son los pueblos indígenas del mundo los que tal vez entiendan mejor que nadie los efectos negativos de la separación del mundo natural. Normalmente, la identidad de un pueblo indígena tribal se ha construido generación tras generación sobre la base de una relación simbiótica con su entorno inmediato. La expulsión de sus tierras es a menudo un cambio demasiado repentino como para que sus mentes lo asimilen y sus espíritus puedan soportarlo. “Cuando estás unido a la naturaleza, rodeado de bosques, tienes vida. Lo tienes todo”, dice un hombre guaraní. El reasentamiento forzoso hace que “todo” se convierta en “nada”, algo que han experimentado o siguen experimentando muchos pueblos indígenas, y con frecuencia le siguen la devastación mental y espiritual. “Luego, te vacías espiritualmente”, continúa explicando el mismo hombre.

En Canadá, las tasas de suicidio de los innus son también altas. Hace tan solo 50 años, los innus eran nómadas. Migraban estacionalmente a través de los densos bosques de sauces y abetos de Nitassinan, sus hogares subárticos, y cazaban caribú, alce y pequeños animales. Esta tierra, de bosques laberínticos y ríos serpenteantes que habían sido suyos desde hacía 7.500 años, moldeó su historia, sus habilidades, su cosmología y su lengua y los convirtió en una sociedad única. “La tierra es parte de tu vida”, explica el innu George Rich. “Todo lo que está conectado con la tierra es un símbolo de la identidad innu, de lo que eres como ser humano”.

Durante las décadas de los 50 y los 60, el Gobierno canadiense y la Iglesia Católica llegaron con su creencia de que sabían mejor que nadie cómo debían vivir los innus, y los presionaron para que se asentaran en comunidades sedentarias. Y, así, los intimidaron hasta convertirlos en facsímiles de vidas europeas que no entendían y que no querían (el Gobierno canadiense afirmó que querían que se convirtieran en “canadienses como el resto”. Atrapados en la tierra de nadie de la confusión cultural y desesperación existencial, los innus se deprimieron. Era habitual que los niños esnifaran gasolina. Los cazadores, privados de movimiento, libertad, sentido y determinación, se convirtieron en alcohólicos asqueados de sí mismos. “Hace varios años, cuando un hombre innu iba a los servicios sociales y le preguntaban por su profesión, decía ‘cazador’. Ahora dice ‘desempleado’”, comenta el innu Jean-Pierre Ashini.

La depresión se agravaba con el cambio súbito de una dieta natural rica en aceites de pescado a una llena de azúcar, y la disminución del ejercicio físico. “El repentino cambio en la dieta propia de la caza, la pesca y la recolección a una basada en alimentos comprados en las tiendas occidentales es un importante factor de riesgo asociado al deterioro de la salud mental de los pueblos del polo norte”, explica el profesor Colin Samson, que ha trabajado con los innus desde hace décadas.

La desaparición de su modo de vida establecido agravó la mala salud física, algo común en los pueblos indígenas desplazados, y debilitó los pilares de su salud mental. La autoestima, la determinación, el sentido de su vida y la necesidad de tener esperanza y recibir algo de amabilidad de otros seres humanos se colapsaron bajo el desprecio de las autoridades por sus modos de vida tradicionales. El psicólogo estadounidense Abraham Maslow creía que los humanos tienen una “pirámide de necesidades” sin las que no funcionamos correctamente. Obviamente, lo primero es la comida, el aire y el agua. Pero la seguridad, la estima, el respeto, el amor y el sentimiento de pertenencia no están tan lejos de necesidades psicológicas básicas que son vitales para que los humanos florezcan. Así que, cuando el Gobierno llamó “atrasados” a los modos de vida de los innus, cuando sus creencias religiosas fueron ridiculizadas por la Iglesia como la veneración del demonio, cuando sus ideas y opiniones fueron rechazadas por inferiores, empezaron a creérselo. El espíritu innu, ya fracturado, se debilitó aún más. “Si te enseñan que tu vida no vale nada, ¿qué puedes hacer?”, dice un hombre innu.

Por desgracia, el caso de los innus y de los guaraníes no es aislado. Durante siglos, la salud mental de muchos pueblos indígenas ha sido aniquilada por invasores que no ven (o no quieren ver, ya que el pensamiento racista y la negación cultural son útiles herramientas coloniales allí donde se pueden conseguir tierras y recursos de los que obtener beneficios) que “puede que las personas que viven de forma distinta a como ellos lo hacen también estén viajando hacia delante y progresando en el camino de la vida”, como dijo el líder ponca Standing Bear.

En su nuevo libro “Pueblos indígenas para el mundo de mañana”, Stephen Corry, director de Survival, sostiene que aunque muchos pueblos indígenas han tomado decisiones distintas a las de las sociedades industrializadas, y que “prefieren ser móviles en vez de sedentarios, optan por cazar o pastorear en vez de cultivar la tierra, carecen de la ambición de ‘mejorar’ mediante la manipulación de la riqueza, no son ni más ni menos atrasados que otras gentes”. No es solo presunción arrogante que una sociedad crea que es más avanzada o “civilizada” que otra en base a su riqueza material o su potencia tecnológica, sino que también es una ilusión. “Tú tienes tu camino”, dijo el filósofo alemán Nietzsche, “… y yo tengo mi camino. En cuanto al camino correcto y único, es algo que no existe”.

Los pueblos indígenas no pueden gozar de estabilidad mental sin sus tierras ni la capacidad de decidir su propio futuro. Por eso, las soluciones para aliviar su desesperación son relativamente simples: tierra y autodeterminación. Las estadísticas muestran que cuando viven vidas autónomas en sus propias tierras, gozan de mucha mejor salud que aquellos que han sido desarraigados y a los que se les ha impuesto el “desarrollo” forzoso. “Si no les roban las tierras de debajo de sus pies, la mayoría de los pueblos indígenas no son especialmente frágiles”, escribe Stephen Corry. “Son tan capaces como cualquiera de nosotros de sobrevivir y adaptarse a nuevas circunstancias”.

La película “Birdwatchers” es un retrato conmovedor de la pérdida guaraní de sus tierras. Cuando un colono de tercera generación que dice ser el propietario de las tierras se enfrenta al líder de la comunidad, el hombre guaraní se inclina, coge un puñado de tierra roja y empieza a comérsela. Con esta sencilla acción reivindica la interconexión entre su tierra y su pueblo.

“Nosotros los indígenas somos como plantas”, dijo la ya fallecida Marta Guaraní. “¿Cómo podemos vivir sin nuestra tierra, sin nuestro suelo?”.

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