La alegría inesperada de Karapiru

Takwarentxia y su mascota, un mono. Comunidad juriti. © Fiona Watson/Survival

La segunda y última entrega de la historia de Karapiru : habiendo entrado en contacto con foráneos, no tiene ni idea del sorprendente reencuentro que le espera.

Después de presenciar el asesinato de su familia a manos de los ganaderos, Karapiru pasó una década huyendo a través de la selva amazónica.

Sobrevivió comiendo miel y pequeñas aves amazónicas: periquitos, palomas y tordos de vientre rojo. Por la noche, cuando los monos aulladores gritan desde las copas de los árboles, dormía entre las altas ramas de los árboles de la copaiba, entre las orquídeas y las lianas de ratán.

Caminó casi 700 kilómetros por las colinas boscosas y las llanuras del estado de Maranhão, cruzando las dunas de arena de las restingas y los anchos ríos que fluyen hacia el Atlántico, antes de que un agricultor lo encontrara en las afueras de una remota ciudad. Llevaba consigo un machete, una botella de agua y un pedazo de jabalí ahumado. Estaba traumatizado y hambriento.

El agricultor le dio cobijo a cambio de trabajo, y le proporcionó alimentos que nunca había probado, como la yuca, el arroz, la harina y el café, del que cada vez tomaba más y más. “¡Estaba muy bueno! Cada vez tomaba más, ¡qué rico!” Karapiru descubrió algunas cosas sobre las costumbres de los karais (los blancos), y aprendió que sus anfitriones criaban ganado y dormían en una cama, algo extremadamente incómodo para él.

Cuando se corrió la voz de que un solitario indígena había emergido de la selva, un antropólogo fue a visitarlo. Karapiru intentó contarle su historia: cómo había visto a su familia liquidada, cómo había pasado una década en silencio, y que ahora solo quedaba él.

Pero había un problema: el antropólogo no entendía el idioma que hablaba. Creyendo que pertenecía al grupo de lenguas tupíes, pensó que Karapiru podría ser miembro de la tribu awá canoeiro, por lo que funcionarios de FUNAI, el departamento de asuntos indígenas del Gobierno, enviaron a Karapiru a Brasilia.

Allí le presentaron a hablantes de awá canoeiro, con la esperanza de que fueran capaces de entenderse. No fue así. De modo que, en un último intento de comunicarse con Karapiru, FUNAI envió a un joven hombre awá llamado Xiramukû para hablar con el hombre que ya era conocido como el indígena “desconocido”.

Durante su década de dolor y soledad, Karapiru nunca podría haber imaginado lo que le depararía el encuentro con Xiramukû. No solo podía este entender la lengua de Karapiru, sino que utilizó una palabra awá específica que transformaría inmediatamente la vida de Karapiru: lo llamó “Padre”. El hombre que Karapiru tenía enfrente, y que se dirigía a él en su lengua materna, era su hijo.

Xiramukû convenció a su padre de que abandonara la casa del agricultor y que viviera con él en la comunidad awá. Después de años de aislamiento, Karapiru volvía a llevar un modo de vida awá: comía pecarí cazado en la selva, dormía en una hamaca y tenía a monos como mascotas.

Karapiru se ha vuelto a casar, tiene hijos pequeños y vive cerca de su hijo en la comunidad awá de Tiracambu. “Yo me siento bien aquí, con los otros awás”, explica. “Encontré a mi hijo después de muchos años. Reconocí a mi hijo, algo que me hizo muy feliz”.

Esta extraordinaria historia de supervivencia nos muestra cuán resistentes y adaptables son los indígenas awás. Sus problemas, sin embargo, no son cosa del pasado. Ganaderos armados y bandas criminales de madereros, con la siniestra ayuda de matones a sueldo llamados pistoleiros, están disparando a los awás según los ven. “Las invasiones del territorio awá por los blancos no son buenas”, dice Karapiru. “No nos gusta. Después de lo que me pasó a mí, intento esconderme de ellos”. La muerte es el precio habitual que pagan los indígenas por resistirse a los invasores.

Las selvas de los awás están desapareciendo a un ritmo mayor que las de cualquier otro territorio indígena de la Amazonia brasileña. “Las imágenes por satélite revelan que más del 30% de un territorio ya ha sido destruido, a pesar de que la tierra ha sido reconocida legalmente”, explica Fiona Watson, investigadora de Survival International.

La tierra a la que los awás llaman Harakwá, o “nuestro lugar”, empieza a parecerse a un erial postapocalíptico. Antiquísimos árboles son quemados día y noche para vender la madera y despejar tierras para pastos de ganado. “Si destruyes la selva, destruyes también a los awás”, afirma un hombre awá.

El tren de Carajás, con sus 2 kilómetros de vagones de carga traqueteando por las ardientes vías, transporta miles de toneladas de mineral de hierro, ahuyenta a los ya escasos animales de los que los awás dependen para sobrevivir. “Los madereros están destruyendo nuestra tierra”, le dijo recientemente Pire Ma’a, un hombre awá, a Fiona Watson. “Los monos, los pecaríes y los tapires están huyendo. Todo se está muriendo. Todos vamos a pasar hambre. No encontramos caza, porque los blancos usan armas de fuego y matan a todos los animales”.

En 2012 Survival lanzó una campaña urgente para proteger las vidas y las tierras de los awás. El actor Colin Firth, que prestó su apoyo a la campaña, habla de la situación en un corto documental: “Están talando ilegalmente su selva para obtener madera. Cuando los madereros los ven, los matan. Sus arcos y flechas no son rivales para las pistolas. Y en cualquier otro momento de la historia, aquí terminaría todo. Otro pueblo barrido de la faz de la tierra, para siempre. Pero vamos a asegurarnos de que el mundo no deje que esto pase de nuevo”. Dos años después, en abril de 2014, Survival, los awás y sus simpatizantes, celebraron la victoria sin precedentes que logró la campaña cuando el Gobierno de Brasil puso en marcha un operativo sobre terreno enviando tropas a la zona para expulsar a los madereros ilegales de la tierra de los awás.

Para Karapiru los recuerdos son aún muy dolorosos. “Hay veces que no me gusta recordar todo lo que me ha ocurrido”, dice. “Las personas que me hicieron eso son muy malas”. Ahora está sumamente preocupado por el futuro de su hija: “Espero que las mismas cosas que me pasaron a mí no le pasen a mi hija”, dice. “Espero que pueda comer muchas presas, muchos peces, y crecer sana. Espero que no sea como en mis tiempos”.

Los awás son uno de los dos únicos pueblos cazadores-recolectores nómadas que quedan en Brasil. También son la tribu más amenazada de la Tierra. Su futuro, en el mejor de los casos, es precario y seguirá siendo así mientras sus tierras no sean totalmente protegidas y sus derechos respetados.

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